Las casas son como los cuerpos. Nos apegamos a sus muros, sus techos, y sus objetos, del mismo modo que a nuestros hígados, esqueleto y torrente sanguíneo
(…) La separación de estos seres y objetos familiares era la muerte misma
El espacio de la casa constituye el lugar primario del arraigo, de la identidad familiar y, por tanto, la esencia de los afectos y las obligaciones. Se rige bajo sus propias reglas, como un microcosmos que dicta sus ritmos, mientras nos separa del caos del mundo externo y público. Puertas adentro existen otras leyes y singularidades, las de uno y su núcleo familiar. La casa habla de una historia pequeña y peculiar, opuesta a veces a la historia de grandes biografías. Entonces, la casa de Leonora constituiría un lugar de proyección de la historia, la política o la cultura, visibles en el espacio y los objetos que la rodearon. El modo en que ordenó los objetos de la casa no tiene nada de aleatorio o superficial. Las sillas, los cuadros, los manteles, los sillones, los adornos que escogió –y algunos que la escogieron a ciegas, como los heredados–, así como la forma en que los posicionó en el espacio, provoca que dialoguen entre ellos. Los objetos circulan, agradan, se olvidan y se invisten de sentido; no son lo que son, sino lo que representan. Su casa es el lugar perfecto para mirar esta relación. Ahí se juegan muchas instancias de interacción, debido a su propia naturaleza: es un ámbito privado que se abre a discreción; es también un área de representación, lugar de descanso y esparcimiento, donde encontramos espacios formales y lúdicos, según las circunstancias.
En 1948, un par de años después de casarse, la artista Leonora Carrington y el fotógrafo Emérico “Chiki” Weisz se mudaron a esta casa. La rentaron por un periodo, hasta que, gracias a un dinero recibido como herencia, pudieron comprarla.
A lo largo de más de sesenta años, aquí se fortalecieron como pareja y familia: criaron a sus hijos, Gabriel y Pablo, y también aquí crearon varias de las obras de ambos. La distribución actual no corresponde a la original. Además del garaje, en la planta baja, al fondo, se localizaba un cuarto oscuro del fotógrafo de Chiki, quien empleaba las otras dos habitaciones como su archivo y lugar de trabajo. En el primer piso estaba el primer estudio de Leonora, así como las recámaras, la sala, el comedor y la cocina. Con la compra y con la guía del arquitecto Enrique Langernsheidt, hicieron modificaciones. Metieron la escalera del patio al interior a la casa –lo que explica la puerta de vidrio, que abre hacia el vacío– y reubicaron el comedor y la cocina en la planta baja. Cuando los hijos entraron a la universidad, Gabriel ocupó las dos recámaras que dan al frente de la calle de Chihuahua y Pablo los cuartos ubicados en el segundo piso.
La familia Weisz Carrington sostuvo una amistad muy profunda con artistas, en su mayoría exiliados, como ellos, tales como Kati (amiga húngara de Chiki) y José Horna, la española Remedios Varo y el francés Benjamin Péret, con quienes tuvieron una intensa vida alrededor de la colonia Roma.
“ Leer MásLa familia Weisz Carrington sostuvo una amistad muy profunda con artistas, en su mayoría exiliados, como ellos, tales como Kati (amiga húngara de Chiki) y José Horna, la española Remedios Varo y el francés Benjamin Péret, con quienes tuvieron una intensa vida alrededor de la colonia Roma. Eran parte de los refugiados de guerra europeos, a quienes el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940) les había abierto las puertas, dándoles incluso la nacionalidad mexicana. En México encontraron una segunda patria.
En otro momento, también establecieron una estrecha relación con artistas más jóvenes, interesados en asuntos derivados del surrealismo, como Alejandro Jodoroswski (quien dirigió la obra de teatro Penélope, escrita por Leonora, y para la cual ella realizó el vestuario y la escenografía) y Pedro Friederberg, quien un día, utilizando un picahielos, inscribió en la mesa del comedor: Chiki y Leonora. Su hijo Pablo cuenta que este hecho enfureció mucho a la artista.
Además de los amigos, que fueron “la otra familia”, había cuatro voces culinarias sentadas a la mesa de Leonora, cada una representativa de una tradición singular y de honda raíz: la inglesa de Harold, su padre; la irlandesa proveniente de su madre Maurie y de su nana Mary; la húngara-judía, de parte de su esposo Emérico y la mexicana, en la que nacieron sus hijos y de la que gustaba mucho. Tanto en su pintura como en su narrativa están presentes elementos de estos imaginarios, coexistiendo bajo la verosimilitud del mundo de Leonora, en un claro sincretismo. Por ejemplo, en la pintura Grandmother Moorhead´s kitchen (1975) se encuentran varios personajes alrededor de una mesa de cocina, que contiene berenjenas, maíz, ajo y otras verduras, mientras en un fogón antiguo otro personaje revuelve algo en una olla de barro y en el piso alguien muele ingredientes en un metate. Moorhead era el apellido materno irlandés de donde provienen su abuela Mary, su madre Maurie e incluso su nana, Mary Kavanaugh. Todas ellas jugaron un papel importantísimo en el imaginario infantil de Leonora, contándole un sin fin de leyendas, mitos y cuentos propios del mundo celta, que de manera constante aparecen en sus creaciones. Cabe señalar que, además de las ya señaladas, fueron numerosas las personalidades del mundo intelectual y artístico que se dieron cita en este recinto, entre ellas: Octavio Paz, Carlos Fuentes, Alice Rahón, Luis Buñuel, Edward James, Balanchine, Vivian Leigh, María Félix, Aldous Huxely, Juan Soriano, Isaac Stern, Robert Capa, Amalia Hernández, Álvaro Custodio, Zachary Scott, José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Pedro y Rafael Coronel, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska, Isaac Masri, Wilfredo Lam, Lucero Isaac y Vicente Rojo.
Esta mesa, además de ser un lugar más formal para comer y recibir, fue un espacio que Leonora utilizó más tardíamente en su vida, para la creación de varias de las esculturas que se exhiben en la casa. Esta expresión plástica tomó más fuerza los últimos diez años de su vida, derivado quizá de la pérdida de una motricidad más fina, que fue siempre muy necesaria en su pintura.
Para Leonora y su familia, fue el lugar privilegiado de los encuentros y los afectos.
“ Leer MásPara Leonora y su familia, fue el lugar privilegiado de los encuentros y los afectos. Todo comenzaba en la cocina, donde la artista servía té, whisky o tequila, según la ocasión. En este espacio de la casa encontró una relación divergente a su papel de madre y esposa, e hizo del acto de cocinar un proceso lúdico, experimental e irreverente. Aquí, Leonora demarcaba un círculo mágico y, más allá de la domesticidad, lo que ponía en juego era la transformación de los roles establecidos, convirtiéndolo en una instancia emblemática de empoderamiento femenino.
En sus obras, pero sobre todo en su cotidianidad, el acto de cocinar era una actividad donde ocurrían conexiones ancestrales, a las que aludía a través de la alquimia de los alimentos, los ritos de brujas y las curaciones de las chamanas. Más de una vez, oraciones, conjuros y ensalmos fueron pronunciados en el contexto de las reuniones acordadas alrededor de este espacio, como aquella para “atraer sueños eróticos” que realiza con Remedios Varo y que consistía en combinar tres gallinas blancas, miel, un espejo, dos pinzas de ropa, un corsé, dos bigotes y sombreros al gusto.
La cocina no era solamente un lugar de preparación de alimentos, sino un espacio donde la alquimia comenzaba. Siempre disfrutó mucho de cocinar recetas de su infancia, como el Bubble and squeak, platillo tradicional inglés que se hace con una base de papas, zanahoria, col y verduras, la Crema de castañas o el Christmas Pudding; pero las combinaba con una constante experimentación, que daba lugar a la combinación de ingredientes disímiles o poco comunes en su emparejamiento, que ensalzaba con las prácticas mágicas como estrategia de resistencia desde dentro. Ahí hay platillos como pescados con patas de gallinas, cabezas de cerdos disfrazados, huesos de pollo como móviles, omelets con cabellos, caviar de tapioca y tinta de calamar. Más tarde en su vida, su dieta se fue simplificando, gustaba mucho del té negro inglés, por su puesto, de papaya, frijoles y verduras simples.
Los materiales que se fueron escogiendo para la casa hicieron que el piso de la planta baja fuera mas bien frío, por lo que la cocina se convirtió en un centro neurálgico, donde Leonora pasaba largas horas fumando y recibiendo gente. A pesar de haber fallecido en 2011, llama la atención la austeridad de los muebles y los objetos que rodeaban a la artista y su familia: las sillas y mesas fueron muchas veces reparadas, los frascos reciclados, la estufa mínima es de los años setenta, las ollas y sartenes son de peltre. Todo esto refleja, sin duda, un espíritu de postguerra ahorrativo, muy imbuido en ambas personalidades, así como un periodo económicamente justo para la familia, cuando vivían principalmente del salario de Chiki, como fotógrafo de eventos sociales para revistas o periódicos. Pero también advierte una postura frente a la vida, ya que una vez que Leonora tuvo los medios económicos para darse ciertos lujos no lo hizo, o al menos no en forma de materialidad consumista (sabemos que daba dinero a sus maestros budistas o que depositaba dinero para la conformación del estado de Israel).
Otro aspecto para resaltar en la cocina lo constituyen las imágenes pegadas en el armario, como un collage de tiempos y objetos afectivos: la reina Isabel, el príncipe Carlos y la princesa Diana, postales y fotos de la familia, de su perrita Yeti, de sus gatos Mosieu y Ramona, así como recuerdos de exposiciones.
En la obra plástica de Leonora Carrington se encuentran muchas citas a ingredientes y preparaciones, como en The Meal of Lord Candlestick (1938), The House Opposite (c. 1945), Pastoral (1950), Three Women Beyond the Table (1951), The Hunt Breakfast (1956), Lepidopteros (1969), Grandmother Moorhead’s Aromatic Kitchen, (1975) y Aardvark Groomed by Widows (1997).
Leonora comienza a dibujar desde muy temprana edad, sobre todo a sus caballos y perros, pero es a partir del cuadro de Max Ernst, Dos niños amenazados por un ruiseñor, que encuentra en el libro Surrealismo de Herbert Read, regalo de su madre, Maurie, que sabe que quiere dedicarse a ser artista.
Leonora comienza a dibujar desde muy temprana edad, sobre todo a sus caballos y perros, pero es a partir del cuadro de Max Ernst, Dos niños amenazados por un ruiseñor, que encuentra en el libro Surrealismo de Herbert Read, regalo de su madre, Maurie, que sabe que quiere dedicarse a ser artista. Al ver este cuadro, comenta que sintió que entendía ese lenguaje. Con la completa oposición de su padre, Harold, pero mediada por su madre, en 1936 ingresa a la Academia de pintura de Amédée Ozenfant, en Londres, donde aprende realmente a dibujar, siendo una de sus principales tareas el dibujar a lápiz la misma manzana por un periodo de seis meses. Sin duda, encuentra en el surrealismo un lenguaje afín, sin embargo, siempre mantiene cierta distancia a ser catalogada dentro de este grupo de artistas, principalmente por la clasificación objetual de femme-enfant, la mujer-niña que tiene un acceso directo al inconsciente, según palabras de André Bretón. Otra de las influencias poderosas en la técnica de pintura de Leonora proviene de los maestros florentinos del s. XIV, sobre todo en su tratamiento de la luz y del uso de la témpera, técnica donde se combina la yema de huevo con los pigmentos, lo cual proporciona cualidades especiales de brillo e intensidad cromática. Puede decirse que es una más de las conexiones particulares que hace Leonora entre la pintura y la cocina, donde las prácticas culinarias y alquímicas, como la emulsión o la destilación, juegan un papel importante.
Las herramientas de trabajo que encontramos en el estudio corresponden a la pintura, dibujo y escultura principalmente, van desde pigmentos especializados, importados de Inglaterra, a plastilina y acuarelas de la papelería común. A lo largo del tiempo, este fue el tercer estudio de Leonora en la casa: el hecho de tenerlo aledaño a su recámara y rodeado de plantas, lo convirtió en uno de sus lugares de trabajo favoritos.
La bestialidad del mundo animal, en el que se incluyen los humanos, es un elemento recurrente en el imaginario de Leonora Carrington. Su relación con lo animal responde a una cercanía y al reconocimiento de que ese mundo se conecta con una conciencia superior, que trasciende por mucho a lo humano.
Leer MásDebo revivir toda esa experiencia porque… creo me ayudará, en mi viaje más allá de esta frontera, a conservarme lúcida y me permitirá ponerme y quitarme a voluntad la máscara que va a ser mi escudo contra la hostilidad del conformismo
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